Son las once y media de la noche
y aún no he escrito nada sobre hoy. Antes de empezar a escribir, he tratado de
adecentar la mesita retirando posibles obstáculos junto al teclado y por
supuesto, se ha volcado el envoltorio abierto de unas gominolas de Nuri,
esparciendo un peculiar rastro de azuquillar junto al ratón.
Hoy es uno de esos días en los
que no ocurre nada especial y por puro aburrimiento, uno se plantea alguna
hazaña heroica como por ejemplo, en mi caso, empezar un régimen.
En realidad, mas bien sería una
prolongación de la dieta que, aun recién empezada, siempre abandoné para
agasajarme a mí misma por los contratiempos, tan imprevistos como desagradables,
que la vida misma nos impone a todos.
Si nos paramos a pensarlo, es
curioso cómo cambian nuestras prioridades conforme cumplimos edad. Y así,
cuando somos jóvenes y presumimos de un cuerpo lozano, pasamos largo tiempo
frente al espejo, a veces en actitud dubitativa y otras tantas chulesca,
preguntándonos qué ropa, de entre todo el montón que almacenamos (con toda
probabilidad de forma desordenada en el armario o ni tan siquiera en el mismo),
será la más adecuada para la ocasión. Y sin embargo, cuando sobrepasamos una
determinada edad, solo guardamos cuatro prácticos trapitos, porque lo único que
llegamos a plantearnos es si entramos o no en la prenda en cuestión.
La mayor parte de las veces necesitaríamos,
como poco, otro par de tallas más so pena de quedarnos tan prietas y embutidas
que parezcamos un chorizo de cantimpalo.
Hace ya muchos años, yo solía
decirle a mis amigas que, lamentablemente, mi cuerpo se asemejaba al del típico
botijo español: con la cinturita marcada y un poco de caderas.
Pues ahora, ese botijo que fui se
convirtió en tinaja, pues tras cuatro embarazos; ¿quién podría presumir de
cintura de avispa? Yo, desde luego, no.
Pero a cada cosa hay que darle su
importancia justa y, ¿qué importancia puede tener que te veas redonda como una
cebolla cuando una de tus hijas tiene un examen de inglés (o de lo que sea) que
no lleva bien? Esta mismísima tarde he sentido como la cabeza me daba vueltas,
al más puro estilo de la niña del exorcista, cuando Laurita me ha colado un “didn,t”
con el verbo to be.
¡Qué despiste tan grande y qué descomunal
desesperación!
Se avecinan grandes cambios en mi
casa, sobre todo porque tengo a una niña con el “pavo” y otra a sus puertas.
¿Podré soportarlo? Pues supongo
que sí, pese a recibir contestaciones tan fastuosas como: “déjame en paz”, “no
me da la gana” y la reina de las contestaciones, la que condensa todas ellas en
un maléfico monosílabo:” ¡No!”, ¡“No”! y ¡“No”!
Nunca un “no” ha sido tan
auténtico como el que te lanza a la cara un hijo, sin el menor disimulo ni
remordimiento. Es más, parece que con su mirada altiva, acompañan el susodicho
monosílabo con un: “ahí va eso” o, dicho de otro modo, “toma del frasco,
Carrasco”.
¡Resignación! ¡No nos queda otra!
Uno acaba por preguntarse si
cuando fue un adolescente, se atrevía a emplear ese tono con sus padres.
Probablemente pensemos que no y, tal vez, solo tal vez, adolezcamos de muy mala
memoria.
Bueno, el caso es que me lavé el
pelo y, una vez más, sustituí el secador por una clase de inglés con la
esperanza de que la gramática tome posiciones en su cabecita y mi niña vuelva a
su ser.
Me acuesto. Mañana, más.