miércoles, 2 de noviembre de 2016

27 DE OCTUBRE DE 2017: UN PROFE DESPISTADO Y ESE VIEJO DRUIDA QUE TODOS LLEVAMOS DENTRO

Esta mañana, cuando me he mirado al espejo,  he emitido unos cuantos resoplidos terroríficos, como si estuviese contemplando al mismísimo Conde Drácula. Al mediodía tengo reunión con la tutora de Carla y, sinceramente, si aparezco con este pelo desgreñado y encima sin pintar  voy a tener un aspecto feroz, como el de una ardilla malhumorada.
Como no podía ser menos para agravar mi apariencia, cada vez que salgo a la calle y hace un poquito de fresco, he de soportar un constante lagrimeo en ambos ojos.
A veces me dan ganas de soltar una mentira piadosilla a aquellos con quienes me cruzo y observan, atónitos, mi constante lagrimeo, algo así como: ¡acabo de salir del dentista!
Por supuesto, no me refiero a cualquier dolorcillo tras la consulta pues gracias a Dios, la medicina ha avanzado lo suficiente como para proporcionar anestésicos capaces de tumbar a un elefante, sino al disgusto que supone acudir al odontólogo pensando que tan solo tienes una muela picada y, en cambio, salir de allí con un presupuesto para cinco o seis piezas defectuosas.
Me atrevo a afirmar que nunca somos conscientes del mal estado de nuestra boca  hasta que, por fin, reunimos el valor suficiente para consultar a este profesional.
-¿Cómo puedo tener ocho muelas para empastar cuando he venido tan solo por una?- me pregunté yo ya hace cinco o seis años. ¡Pues sí, era real!
Así que a partir de aquel momento, cerré la puerta completamente a cualquier maléfico ofrecimiento de chuche por parte de mis generosas hijas.
Retomando el hilo de la conversación, me he apresurado (por supuesto yo, no las niñas) para procurar no llegar tarde al cole. Siempre se repite la misma historia: yo insisto en que, lo primero de todo, deben tomarse el cola-cao y ellas me replican que primero se visten y, después, “si acaso”, desayunan.
Esto es como cuando las dices: ¡hay que recoger la habitación! Y te contestan muy ufanas: ¡mamá, antes tengo que hacer los deberes!
Es entonces cuando los padres hacemos uso de una frase bien socorrida y que podemos adaptar a diferentes situaciones horripilantes de desobediencia a nuestra autoridad:” cuando tú vas, yo ya he vuelto cien veces”
Son momentos en los que un padre se disfraza de sabio, cual viejo druida, para lanzar su sentencia con cierto aire de suficiencia no exenta de orgullo.
Y también es entonces cuando el niño en cuestión te mira, absorto y te pregunta: ¿qué has dicho?
Y yo me pregunto, ¿para qué les suelto mi frasecita mágica si ninguna de ellas me la entiende? Es un poco frustrante pero, en cualquier caso, yo la lanzo y me quedo tan ancha.
Esta vaga incomprensión no solo ocurre entre padres e hijos, sino que mi habitual charla con las vecinas me demuestra que hay algunos, ya más que mayorcitos, que se creen muy listos. Por ejemplo y sin ir más lejos, hoy me contaba una vecina por la que siento un profundo afecto que al llegar a casa, tras comprar en la carnicería, se ha dado cuenta de que las chuletas que la han vendido “estaban babosas y con un color negruzco”.
Si tus piernas te responden bien, igual te acercas a devolver el “paquete” con una sarta de recriminaciones a punto de salir de tu boca. Pero si tus rodillas no dan para más o las dolencias propias de la edad te dificultan tanto trasiego de aquí para allá, lo más normal es que te quedes con las chuletas indeseadas aunque te jures a ti misma no volver jamás.
¿Y a quién no le han vendido alguna vez el pan del día anterior como si fuese recién hecho?
Lo de estar de vuelta de las cosas deberíamos aplicárnoslo a nosotros mismos cuando actuamos como si nuestros mayores, además de ancianos, fuesen tontos. Nadie como ellos han almacenado tanta sabiduría, fruto de la experiencia de la vida.
Prosigo con mi relato. De camino al cole o mas bien cuando ya casi estábamos ante la mismísima puerta, me he percatado de que Carolina llevaba puesto el chándal.
Una lucecita roja de alarma se ha encendido, de repente, en mi mente de por sí confusa a esas horas de la mañana.
-Carol, ¿la gimnasia no son los viernes? Hoy es jueves hija, te tocaba el uniforme- la dije con una mueca de resignación en la cara.
Y ella me apretó su manita, me miró con picardía y me contestó con absoluto convencimiento: ¡no te preocupes mamá, el profe no se va a dar cuenta!
¡Claro! ¿Cómo se me ha ocurrido pensar que en una clase de veintitantos niños, todos debidamente uniformados, el profe va a recaer en que una de sus niñas viste de chándal, en vez de llevar jersey y falda?
¿Acaso la vehemente lógica de un niño de seis años no es capaz de aplastar el maduro razonamiento de un adulto? ¡Pues claro que sí!
¡Bendita inocencia!
De vuelta a casa me he encomendado a la tediosa tarea de alisarme el pelo pero, con el secador aún en la mano, me he enterado, gracias a la oportuna llamada de otra madre que también es amiga, de que la reunión queda aplazada por motivos personales de la profesora.
Para entonces y en un vano conato de hacer honor a mi género, yo ya había tratado de realizar dos cosas al mismo tiempo y mientras deslizaba la plancha por mis rizos rebeldes, me repintaba una uña de la otra mano.
Menos mal que al final no tenía tutoría porque en vez de una madre respetable, me habrían confundido con un petirrojo. ¡Me he manchado el pelo con la laca roja de uñas!
¡No se puede ser más torpe!