Esta mañana, cuando me he mirado
al espejo, he emitido unos cuantos
resoplidos terroríficos, como si estuviese contemplando al mismísimo Conde
Drácula. Al mediodía tengo reunión con la tutora de Carla y, sinceramente, si
aparezco con este pelo desgreñado y encima sin pintar voy a tener un aspecto feroz, como el de una
ardilla malhumorada.
Como no podía ser menos para
agravar mi apariencia, cada vez que salgo a la calle y hace un poquito de
fresco, he de soportar un constante lagrimeo en ambos ojos.
A veces me dan ganas de soltar
una mentira piadosilla a aquellos con quienes me cruzo y observan, atónitos, mi
constante lagrimeo, algo así como: ¡acabo de salir del dentista!
Por supuesto, no me refiero a
cualquier dolorcillo tras la consulta pues gracias a Dios, la medicina ha
avanzado lo suficiente como para proporcionar anestésicos capaces de tumbar a
un elefante, sino al disgusto que supone acudir al odontólogo pensando que tan
solo tienes una muela picada y, en cambio, salir de allí con un presupuesto
para cinco o seis piezas defectuosas.
Me atrevo a afirmar que nunca
somos conscientes del mal estado de nuestra boca hasta que, por fin, reunimos el valor
suficiente para consultar a este profesional.
-¿Cómo puedo tener ocho muelas
para empastar cuando he venido tan solo por una?- me pregunté yo ya hace cinco
o seis años. ¡Pues sí, era real!
Así que a partir de aquel
momento, cerré la puerta completamente a cualquier maléfico ofrecimiento de
chuche por parte de mis generosas hijas.
Retomando el hilo de la conversación,
me he apresurado (por supuesto yo, no las niñas) para procurar no llegar tarde
al cole. Siempre se repite la misma historia: yo insisto en que, lo primero de
todo, deben tomarse el cola-cao y ellas me replican que primero se visten y,
después, “si acaso”, desayunan.
Esto es como cuando las dices: ¡hay
que recoger la habitación! Y te contestan muy ufanas: ¡mamá, antes tengo que
hacer los deberes!
Es entonces cuando los padres
hacemos uso de una frase bien socorrida y que podemos adaptar a diferentes
situaciones horripilantes de desobediencia a nuestra autoridad:” cuando tú vas,
yo ya he vuelto cien veces”
Son momentos en los que un padre
se disfraza de sabio, cual viejo druida, para lanzar su sentencia con cierto
aire de suficiencia no exenta de orgullo.
Y también es entonces cuando el
niño en cuestión te mira, absorto y te pregunta: ¿qué has dicho?
Y yo me pregunto, ¿para qué les
suelto mi frasecita mágica si ninguna de ellas me la entiende? Es un poco
frustrante pero, en cualquier caso, yo la lanzo y me quedo tan ancha.
Esta vaga incomprensión no solo
ocurre entre padres e hijos, sino que mi habitual charla con las vecinas me
demuestra que hay algunos, ya más que mayorcitos, que se creen muy listos. Por
ejemplo y sin ir más lejos, hoy me contaba una vecina por la que siento un
profundo afecto que al llegar a casa, tras comprar en la carnicería, se ha dado
cuenta de que las chuletas que la han vendido “estaban babosas y con un color
negruzco”.
Si tus piernas te responden bien,
igual te acercas a devolver el “paquete” con una sarta de recriminaciones a
punto de salir de tu boca. Pero si tus rodillas no dan para más o las dolencias
propias de la edad te dificultan tanto trasiego de aquí para allá, lo más
normal es que te quedes con las chuletas indeseadas aunque te jures a ti misma
no volver jamás.
¿Y a quién no le han vendido
alguna vez el pan del día anterior como si fuese recién hecho?
Lo de estar de vuelta de las
cosas deberíamos aplicárnoslo a nosotros mismos cuando actuamos como si
nuestros mayores, además de ancianos, fuesen tontos. Nadie como ellos han
almacenado tanta sabiduría, fruto de la experiencia de la vida.
Prosigo con mi relato. De camino
al cole o mas bien cuando ya casi estábamos ante la mismísima puerta, me he
percatado de que Carolina llevaba puesto el chándal.
Una lucecita roja de alarma se ha
encendido, de repente, en mi mente de por sí confusa a esas horas de la mañana.
-Carol, ¿la gimnasia no son los
viernes? Hoy es jueves hija, te tocaba el uniforme- la dije con una mueca de
resignación en la cara.
Y ella me apretó su manita, me
miró con picardía y me contestó con absoluto convencimiento: ¡no te preocupes
mamá, el profe no se va a dar cuenta!
¡Claro! ¿Cómo se me ha ocurrido
pensar que en una clase de veintitantos niños, todos debidamente uniformados,
el profe va a recaer en que una de sus niñas viste de chándal, en vez de llevar
jersey y falda?
¿Acaso la vehemente lógica de un
niño de seis años no es capaz de aplastar el maduro razonamiento de un adulto?
¡Pues claro que sí!
¡Bendita inocencia!
De vuelta a casa me he
encomendado a la tediosa tarea de alisarme el pelo pero, con el secador aún en
la mano, me he enterado, gracias a la oportuna llamada de otra madre que
también es amiga, de que la reunión queda aplazada por motivos personales de la
profesora.
Para entonces y en un vano conato
de hacer honor a mi género, yo ya había tratado de realizar dos cosas al mismo
tiempo y mientras deslizaba la plancha por mis rizos rebeldes, me repintaba una
uña de la otra mano.
Menos mal que al final no tenía
tutoría porque en vez de una madre respetable, me habrían confundido con un
petirrojo. ¡Me he manchado el pelo con la laca roja de uñas!
¡No se puede ser más torpe!